lunes, 12 de septiembre de 2011

Eternidades de río

I
 Me desperté de cara a un techo de madera que estaba muy cerca. No entendía qué miraba, tampoco estaba asustado, recién me levantaba. Empezaba a recordar: había dormido en el barco. Nos quedamos toda la noche en la amarra pescando (aunque no salió nada). Salí de la conejera. Mi abuelo ya estaba afuera trabajando. Abrí la garrafa y me puse a calentar agua.
 Cebé el primer mate. Lo dejé sobre la mesa para refregarme los ojos todavía entumecidos por el sueño. Hacía poco había clareado y todavía corría una neblina de frío sobre el agua. Salí a la cubierta y miré el amarradero. Mi abuelo me miró pensando que ya era tarde para trabajar. Me ofreció facturas. Se había cruzado bien temprano y las había comprado. Yo pensaba que era muy fácil la vida de río cuando estás en la marina. Me puse a desayunar mientras él lijaba la cubierta.
-Muy buenas facturas, Negro. –Le dije.
-Son buenas.
              Pensé en la mano que amasó esas medialunas. Una mano que nunca vería me estaba alimentando. Yo seguía masticando y ceband
-Cuando era pibe, ya a las seis de la mañana se llenaba la casa de olor a comida. En la isla vivíamos todos juntos. Mi abuela a las cinco de la mañana se levantaba y se ponía a cocinar. Vos estabas durmiendo y de golpe escuchabas los pasitos de ella que iba para la cocina. Hacía medialunas, pan casero, pan dulce. Llegaba hasta el monte el olor.  Desayunábamos todos juntos y después cada uno iba a lo suyo. Mi viejo se iba a laburar, nosotros teníamos fruta. En la isla se cultivaba mucho antes. Los más grandes lo ayudaban. Mi tío y mi vieja cargaban la almacenera y salían. Y la abuela se quedaba haciendo cosas de la casa. Nosotros con Víctor íbamos al colegio (y ahí volvíamos a desayunar) o sino nos quedábamos por ahí pescando o dando una mano a alguno. -Mientras seguía lijando me contaba sin mirarme. No paraba de hablar. Yo disfrutaba escucharlo. “Igual estas facturas están buenas.”
                Me encantaba escuchar y volver a escuchar las anécdotas que contaba. Siempre me hablaba como si no supiese nada, ni del río, ni de su vida, ni de historia. Entonces no omitía nada. Pero me encantaba escucharlo. Yo me dedicaba a descubrir qué cambiaba de las anécdotas cada vez que las contaba. Pero lo mejor estaba en cómo las contaba. La cadencia y la profundidad de su voz me alcanzaban para estar tardes enteras escuchándolo. Su voz tenía color de río. Pausas profundas como remansos, un espíritu ligero como de camalote y una tranquilidad inquebrantable, la dignidad del junco. No importaba tanto que decía, sino saber que eran palabras que venían del río. Todo lo que trae el río es regalo y es bueno. El río es bueno.
              Terminé de desayunar y me puse a trabajar. Tomé la rasqueta, el aguarrás y a levantar barniz. Las viejas del agua chupaban el casco del barco en busca de verdín. Trabajaba mientras descubría nuevos callos que nacían, ampollas reventadas y manos ásperas, frutos del trabajo.
 El año pasado habíamos sacado el barco a tierra para limpiar el casco y arreglar algunas cosas del motor. Ahora sólo lijábamos la madera de la cubierta para barnizarla devuelta. No íbamos a sacarlo del agua para eso. Quedaban dos días de trabajo apenas, ya habíamos trabajado el día anterior. Buenas vacaciones para mí.

(Levanto del río un bagre amarillo,
grasosa esperanza que mordió el anzuelo.
Espero con él apaciguar otra sed)

II
Asomaba el sol del medio día. El negro sabía la hora por la posición del astro (o decía saberlo). Tragué otro mate. El agua tibia exploraba mi boca. Luego cebaba otro, se lo daba a mi abuelo y seguí lijando la cubierta. Lo veía feliz.  El Negro entró a la cabina para buscar un salame. La idea era usarlo para tirarle a la boga, pero le pareció más tentador comerlo. Lo cortó todo y mientras trabajábamos, picábamos algo. Yo dejé el mate de lado.
Hablábamos del agua. De la vida en la isla, de su infancia, de la pesca, de cuando se fueron a Tigre.
Cuando todavía era chico se fueron de la isla, vendieron la quinta. Seguían cerca del río, pero no era lo mismo. Se quedaron con el reparto a la Isla, la lancha almacenera, “La Negrita”. Pero tuvieron que buscar otros trabajos, más de tierra firme.
Cada vez comían menos pescado. El río estaba más sucio, y ellos con menos tiempo para pescar. Comían pollo, carne, verduras, guisos, puchero, mondongo, pero poco pescado, poco chupín. A mi abuelo le gusta mucho el pescado y cocina bastante, pero si es de mar. Dice que el de río es muy sucio como para comer pescado de ahí. Una lástima. Igual, hablándolo un poco, logramos que haga bichos de río. Cocina muy bien mi abuelo.
 Volví a entrar en la cabina. Abrí el gas y me puse a calentar agua de vuelta. Nuevos mates para seguir la charla. En el río las charlas son eternas. Los minutos son eternos. El instante es eterno. Y si uno se siente cómodo, es como la eternidad del cielo. Cuando uno está cómodo en el río no quiere irse nunca. Ahí está el sentido de lo eterno.
            Salí afuera a cebar. Por hoy ya habíamos laburado suficiente. Una mañana de trabajo nos alcanzaba. Ahora a disfrutar el río.
             El negro chupa el mate. Lo deja para tomar un pedazo de pan y salame que come. Mira las olas del Lujan como si fueran lejanas.
–Lindo, che. –Me dice.
–Lindo.
–Antes acá tirabas un medio mundo y levantabas cualquier cosa. –De vuelta me hablaba cómo si no supiese nada- Cuándo éramos pibes con Víctor nos pasábamos toda la tarde mojarreando. Unas mojarras así sacábamos. Aceite bien caliente y del río a la panza.
-¿Y qué pasó con todo eso? –Le sigo la corriente.
-La roña, el pescado no baja. Se va dónde está más limpio. Aparte no va a venir. Arriba de la presa tiene agua, comida, ¿qué va a bajar? Con las presas tiene que haber mucha crecida para que venga.
-Igual se pesca todavía.
-Sí, pero tenés que dar mucha vuelta. Antes comíamos lo que pescábamos. Ahora no como un pescado de río ni en pedo.
-No digas boludeces, abuelo.
-No, tiene que ser muy limpio el pescado para comerlo. Depende dónde lo saques, qué pescado. Acá sale manduba, pero yo no como manduba de acá ni en pedo. Viene a comer a los baños del club.
-Vos mucho blabla. Después te veo haciendo chupín, tirando algo a la parrilla.
-Estás muy equivocado. Yo lo que puedo llegar a comer, del río, es pejerrey en invierno alguna boga o dorado. Depende mucho donde lo saques. Después vamos a dar una vuelta y pescamos. Si sale algo lindo lo comemos, si querés. Pero difícil.

(Sábalos asquerosos que juegan con nosotros
 sus lomos mentirosos juegan a flor de agua
 pero no pican,
 mierda que no pican. No sé dar más
 sacrificio que el humo del junco seco)

III
Soltamos la amarra. Salíamos del amarradero a dar unas vueltas y a tirar unas líneas, a ver si levantábamos algo. Los sábalos nos escoltaron hasta que salimos.
Recorrimos el Luján junto con remeros, lanchitas, barcos. Las lanchas colectiveras, imponentes en su paso, no tenían clemencia por nadie. Los botes escalaban las olas con miedo a voltearse. Alguno que otro no lograba zafar del oleaje. Peor se las verían en el Vinculación. Allí las lanchas grandes agarran más velocidad y los pequeños se reparan únicamente en la astucia de sus timoneles.
Nosotros teníamos un velerito pesado, y el Negro es un buen piloto. Avanzamos lento pero sin miedo.
Mientras avanzábamos un biguá perdido se sumergía entre el agua y el gasoil para cazar peces. Parecía no conseguirlo. Se sumergía y volvía a salir, sin nada. Obstinado seguía intentando. Parecía no darse cuenta que los motores espantan al pescado. Ni siquiera bichos sucios encontraría. Pobre pájaro. Ya volverá con los suyos. En algún lugar tendrá comida.
Nosotros seguimos navegando por suntuosos ríos que nos llevaban mareados a las entrañas del monte. Desde el escenario de agua veíamos y escuchábamos el misterio del olvido: el delta maravilloso. Muelles olvidados que vomitaban al río sus podridas maderas. Casas que sonreían a los turistas que quisieran pagar el alquiler. Madereras que reúnen hombres que ahora, pasado el almuerzo, descansan sus cuerpos laboriosos con la sacramental siesta. Por todos lados chicotes esperando visitas que muerdan sus anzuelos.
Nosotros, que no habíamos almorzado, tragamos el fiambre que compramos. Jamón, queso y pan. Descorchamos un vino (barato pero vino) para endulzar la tarde. Nos embriagamos de alegría y de plenitud. Esa que solo el delta puede dar. El río lo lleva a pensar a uno que el mundo es perfecto.
Seguíamos nuestro camino buscando el pique. Navegando ya entre los bancos del Río de La Plata veíamos los juncales a lo lejos.
Los juncos se abrazan hermanados y forman pequeñas islas. En ellas el pescador sabio sabe encontrar lindos bichos. El pescado chico va a buscar la semilla del junco, los bichos grandes lo siguen y se pierden en el laberinto.
En general donde hay junco hay poca agua. Y si se pesca, se busca de flote porque se enriada de fondo. Igual cuando se tira hay que tener mucho cuidado, es muy fácil perder la línea si se engancha en un junquito. Muchos para pescar ahí se mandan arriba del banco. Para eso hay que levantar el motor, si la lancha cala poco, o ir en un bote. También están los que bajan de la embarcación y se paran en los bancos (con los pantalones arremangados) y desde allí pescan. Nosotros buscamos el agua para no vararnos, pero nos quedamos un tiempo tirando de flote. A lo lejos del junco.
Agarré un vaso con vino mientras esperaba ver si picaba algo. A lo lejos veíamos la figura de un hombre cortando junco. Nos estaba espantando el poco pique que había. Seguro que era un junquero; tipos que viven de cortar el junco, secarlo y venderlo para hacer manualidades. A veces ellos mismos las hacen. El junco se usa mucho, pero se paga poco.
–Que laburo de mierda. –Dice el Negro mirándolo, mientras traga el queso.
–Posta. –Igual yo pensaba que ese tipo conoce el verdadero sentido del río, el que perdió mi abuelo. Ese tipo es libre, es de río y nosotros no. Qué envidia.

(En una oscuridad de laberinto,
que no tiene puertas ni horizonte,
espero que de algún lugar explote
la buena suerte.
Y nunca más ser invisible:
Saberme entero)

IV
Gareteando nos metimos dentro de un arroyo. Yo tenía un poco de miedo de estar ahí. Había poco agua y el mástil empezaba a enredarse entre las ramas de los árboles. Las ramas suelen hacer que los arroyos parezcan túneles secretos, pasillos de un laberinto mágico hecho de agua y barro.
Ya eran cómo las cinco de la tarde y estábamos bastante lejos. En todo el día no sacamos nada. Habíamos recorrido muchísimo buscando el pique. Si ahí no se daba nos volvíamos. En todo el día lo único que habíamos visto eran sábalos. Pero es un bicho que no pica. Está a flor de agua, te confunde y no pica. Nomás lo podés sacar si tenés medio mundo, o alguna red. Pero no sirve, no se come ni nada. Para lo único que podés usarlo es para encarnarlo vivo y tirarle al dorado, o alguna tarucha. Pero si no hay pique ¿para qué queremos los sábalos?
En el arroyo había alguna cosita jugando a flor de agua aunque tampoco picaba. Dicen algunos que cuando el pescado está mucho arriba, que salta y se lo ve mucho, no pica. O porque está desovando, o porque tiene mucha comida. No sé bien eso como es. La cuestión que no picaba nada.
Yo tiraba de flote, de fondo, mojarreaba y nada. Todavía tenía un poco de sabor a vino en la boca. Calenté agua y cebé mates para terminar las facturas que quedaban de la mañana.
La corriente nos llevó muy adentro del arroyo. Ya no quedaban casitas, ni ningún rastro de humanos. Por donde mires el monte se asomaba como queriendo saltar al río. En un remanso del arroyo, tímido, se asomaba un muelle y detrás de él una casilla. Mi abuelo los observaba mientras limpiaba de su barba migas. Se izaban en el muelle dos mojarreras y una línea de fondo; detrás, dos padres y cuatro hijos cómo escoltas.
Yo los miraba estúpido. Había algo que no entendía. Una familia estaba pescando. Ya era tarde. Nosotros también pescábamos. Pero había algo distinto. Al costado del muelle había una canoa y un chinchorro con un motorcito fuera de borda. El padre levantó un bagre chiquito, muy chiquito. Yo me preguntaba porqué no lo devolvía al río (era muy chiquito). Una niña se llevaba el pescado aún saltando adentro de la casilla. Otro de los pibes que había miraba con envidia al adulto que pescó, seguramente deseando que algo se prenda en su caña.
La chica que entró con el bagre se puso a jugar con uno de sus hermanos lejos del muelle. Era el único sonido que se escuchaba contrastando con la realidad de los pescadores concentrados en sus cañas.
-Pobres junqueros- dijo mi abuelo –Hoy comen lo que pescan. –Dijo sacándose azúcar impalpable de la cara.
Pensé que el también, en algún momento, comía lo que pescaba. Pero ahora, y desde hace mucho tiempo, no había más pique.
Yo sentí que tenía la comisura de la boca manchada con dulce de leche. Me dí asco.

Espero que esta época  se olvide de mí
Y de los míos. Quiero vivir un tiempo de eternidad
Un tiempo de isla que no envejece.  Sé pescar
Y como pescado
Pero me han robado el río.